jueves, 19 de abril de 2012

La Novia

Lo habían dispuesto todo para la boda. Doña Nora y Don Felipe, su papá, se encargaron de toda la bebida y la comida de la recepción. El Tío Carlos, hermano de Don Felipe, era el padrino, eso lo encargaba del bizcocho; y las tres hijas de este, que eran las damas de honor, habían decidido: la iglesia, los colores, las flores e incluso entregaron personalmente las invitaciones, que ellas misma habían escrito, a las personas que ellas mismas habían elegido. Doña Agatha, la madre del novio, donó su propio vestido; que con no pocos ajustes, usaría Sarah, la novia. Así, entre todos habían orquestado cada punto de toda aquella trama. Desde el día que presentaron a los muchachos, pasando por el día que organizaron el compromiso, hasta el esperado matrimonio.
Allí estaba Sarah, frente al espejo, ajustándose de manera casi mecánica cada parte del atuendo. Todo lo que tenia puesto era: las panty-medias blancas, el sostén con encajes, los aretes de la abuela y un elegante crucifijo de oro a juego; y apenas faltaban escasos treinta minutos para comenzar la ceremonia. Se miró en el espejo la cara, observando con fijación los ojos perfectamente delineados y la sombra bajo las pestañas, los labios rosados y los pómulos coloreados por el maquillaje. «Que buen trabajo había hecho el maquillista» pensaba para si, cuando la voz de su madre la sacó de sus cavilaciones y poniéndose el vestido, rápidamente bajo las escaleras.
―¡Estás preciosa!―Dijo doña Nora y la tomó del brazo.
―Espléndida ―Agrego don Felipe, y apuró a las damas para que abordaran el vehículo que aguardaba encendido afuera.
Durante el corto trayecto, doña Nora no dejaba de alabar al novio y a su familia. Sarah, que era su novia, no conocía tantos detalles como los que doña Nora había citado.
Para cuando llegaron, el cortejo había comenzado a pasar. Todo había salido sincrónicamente perfecto. Primero los pajes, luego el novio con su madre del brazo y entonces el padrino a mitad del pasillo esperaba a la novia.
La Iglesia estaba hermosamente dispuesta, llena de rosas blancas y cintas que terminaban en lazos uniendo cada banco, en una esquina el pastel íntegro, tan blanco como todas las decoraciones. Del lado derecho los invitados del novio y su familia; y del lado izquierdo los invitados de la novia y su familia.
A un lado un hombre, completamente vestido de negro, clavó la mirada sobre los ojos de Sarah. Ella lo vio al entrar. Estaba casi segura de que no había sido invitado, pero permanecía allí, con la mirada sobre Sarah, sin que nadie más le tomara en cuenta. Sarah continuó del brazo de su padre, este la entregó al padrino, quien la entregó al novio.
Siguiendo las órdenes del sacerdote se hincaron frente al altar y comenzó la ceremonia.
―Habéis venido aquí hermanos ―inició el padre diciendo ―para que Dios garantice con su sello vuestro amor, ante el pueblo de Dios aquí congregado y presidido por su ministro. Y es necesario que antes de continuar, reflexionemos un poco sobre una historia que habla de la grandeza del amor, que es lo más importante en esta ceremonia. Hace mucho tiempo vivió sobre la tierra la reina Esther…
Mientras oía al sacerdote, las palabras resonaban dentro de Sarah haciéndola entrar en un verdadero trance reflexivo. Recordó la vez que su padre le había contado aquella historia: una reina que se atrevió a entrar a palacio, a riesgo de morir por no haber sido invitada, para salvar al pueblo que amaba. «Esther tuvo que correr riesgos por aquello que más amaba» recordó que su padre le había dicho, cuando solo tenía siete años y jamás lo había olvidado.
Toda la vida de Sarah pasó frente a sus ojos y como en un extraño halo de iluminación se dio cuenta que nunca se había arriesgado por nada que amara. Entendió que estaba a punto de tomar la decisión más importante de su vida, que a decir verdad no estaba demasiado convencida o segura de aquello y para rematar el hombre que sí amaba estaba sentado en el ultimo banco, como si la vida estuviera dándole a elegir entre ser feliz para siempre o amargarse para siempre. Caviló, siendo sincera y franca consigo misma, toda su vida había estado planeada por su familia, sobre todo por su madre, que había elegido aquel colegio donde le llamaron fenómeno porque usaba lentes y frenos, la carrera de derecho que tanto odiaba y ahora su novio, al que consideraba un idiota, su compromiso, su boda, todo.
―¿Acaso es ella la que va a vivir?,¿Es ella la que va tener que acostarse con este hombre? ―pensó en voz alta.
―¿Decías algo querida…? ―comenzó a decir el padre, pero fue interrumpido por Sarah, que se puso en pie en medio del rito, mientra más de un centenar de ojos se posaron sobre ella. El padre hizo silencio extrañado. Ella los miro a todos uno por uno y finalmente a sus padres diciéndole:
―Lo siento, pero basta ya de este teatro ridículo, no quiero casarme con este estúpido, ni quiero hacer mas lo que ustedes han decidido, ahora me toca a mí tomar las riendas de mi vida.
Se arrancó el velo y se quito los zapatos de tacón. Se dirigió al último banco y halando hacia ella al hombre sentado allí, le beso con gran pasión dejando a todos atónitos y boquiabiertos. La Madre de Sarah estaba apunto de sufrir un colapso, pero en cambio su padre se había puesto de pie y aplaudiendo sonreía, aprobando las acciones de su hija.
Sarah y aquel hombre salieron juntos de la iglesia y ninguno de los que estaban allí volvió a saber de Sarah, ni siquiera sus padres.

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