La noche, con su
negrura densa, se había hecho larga; como las tres anteriores. Una brisita fría
lamia las paredes, las puertas, las pieles, los huesos. El barrio estaba tranquilo,
sin luz, el apagón se había extendido durante todo el día. Hacia rato que no
pasaba ningún vehículo por la asfaltada calle que se extendía de un extremo al
otro. El silencio se había cernido sobre la casa desde el pórtico hasta la
cocina. La solemnidad del velorio se quebraba a ratos con un suspiro, una
tosecita de la agónica mujer o el quejido de un niño que no hallaba el pezón
materno. Parece inverosímil, ¿no?, velar
a alguien todavía vivo. Había vencido el límite de tiempo de cinco médicos y
una comadrona de esas que saben de todo un poco.
Doña Argentina
había sido una muchacha criada en el rudimento del campo, se caso cuando solo
tenia 15 años, tuvo 13 hijos, todos del mismo padre, don Aurelio Carpio, su
único marido. Ángela, su hija mayor la trajo a vivir al pueblo cuando don
Aurelio falleció, desde entonces vivió frente a mi casa. A los pocos días ya
era la favorita de la cuadra. Doña Argentina era una mujer hacendosa, siempre
estaba haciendo algo. Todas las tardes el vapor de la cocina arrastraba
esencias de azahar y canela. Cuando no
tejía algún suéter, hacia un dulce de coco o de guayaba, horneaba galletas de
jengibre o simplemente cantaba alguna salve.
Habían pasado
cuatro semanas desde que le desahuciaron en la clínica que el hijo, que había
venido de fuera para verla por última vez, pagó. Los médicos no habían
encontrado las causas del mal, solo lograron sentenciar: «está muriendo». El
lugar estaba atiborrado de gente que entraba y salía susurrando, balbuceando
cuentos, las horas pasaban sentadas en las agujas del reloj de pared con la
imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
La tos flemosa
que salía a momentos de la habitación donde reposaba doña Argentina,
sobresaltaba a todos. Mariel, la cuarta hija de doña Argentina comenzando por
la mayor, se acercaba a la vieja para ayudarla a levantarse un poco para que se
le calmara. Cuando se le pasaba, la vieja retornaba a la postura anterior.
La habitación
olía a incienso, a cera de velas y agua florida. Decenas de cuadros de santos
permanecían en una esquina y en el centro la escultura de un Divino Niño que se
alzaba con sus bracitos abiertos y ojos suplicantes. Había flores delante de
los santos y otras tantas en las mesas que amueblaban la estancia. Los marcos y
sus fotos a blanco y negro forraban las paredes. Era realmente un lugar
saturado de recuerdos.
La salud de doña
Argentina se deterioraba con cada segundo que pasaba. Había días que casi la
metían a la caja pero luego levantaba la cabeza pedía una sopa y volvía a
dormir. Era como si no quería morirse, como si se aferrara a este mundo. El
barrio no durmió en días, todos a la espera de la muerte de doña Argentina,
pero aquello no parecía tener fecha de final.
Un olor
putrefacto salía de entre las sabanas que cubrían a doña Argentina, no
importaba cuanto las cambiaran; pusieron lavadas, prestadas, nuevas, pero
aquella peste se mantenía, al contrario, jornada tras jornada iba en aumento.
La piel de doña Argentina también había comenzado a desprenderse; sus huesos comenzaron a
fracturársele, la fragilidad era tal que no podía movérsele ni en lo más
mínimo.
Anoche llegó
aquella señora gorda, de facciones anchas y nariz rechoncha. Traía un pañuelo
blanco atado a la cabeza, un olor a tabaco que increpó a todo el mundo y muchos
collares en el cuello. Estaba totalmente vestida de blanco.
--¿Donde esta
María Argentina López Pérez? –preguntó, mirando a todos como tratando descubrir
la respuesta en las caras aterradas, nadie la reconocía como vecina, ni los
hijos de la vieja como pariente.
--La señora está
indispuesta –respondió altanera, una de las vecinas.
La señora soltó
una pequeña carcajada que ahogo de inmediato.
--Para mi no hay
indisposiciones. Es que acaso no la escuchan llamarme --dijo, aunque todos
estaban seguros de que no habían oído nada.
--¡Déjenla
Entrar! --Aquella voz no la olvidaran jamás, doña Argentina no había dicho nada
desde que había caído enferma y los que estaban en la recamara, al lado de la
cama, la vieron sentarse de repente.
La señora siguió
por el corredor, se detuvo frente a la puerta y haciendo girar el picaporte
entro a la habitación, doña Argentina continuaba sentada en la cama, cuando la
vio se deshizo en lagrimas pero no se movió.
--Tu sabes que
ya es hora –dijo la señora de blanco.
--Lo sé, pero
tengo derecho a sentir nostalgia –respondió, era increíble como una mujer que
apenas balbuceaba para pedir una sopa a veces y que había comenzado a
deshacerse viva, ahora estaba hablando como en el momento de mejor salud.
--Joven –dijo la
advenediza, refiriéndose al mayor de los hijos de doña Argentina –valla, pida
que hagan un té muy fuerte de jengibre y que lo brinden a todos los invitados,
dígale a la muchacha que le eche tres hojas de naranja solamente y luego que
todos hayan bebido, tráigame el poquito que quede en la olla. —El muchacho
permaneció sin hacer caso, con cara de echar a patadas aquella mujer.
--Ve Frank, mi
hijo, haga lo que le dicen –dijo, doña Argentina que conoció las intenciones de
su hijo.
--Los demás por
favor vallan a estar con los invitados, que es muy feo dejarlos solos –Replico
nuevamente la advenediza, y aunque no cayo muy bien, todo fue confirmado por
doña Argentina, entonces los muchachos obedecieron sin rechistar.
Lo que paso
luego en aquella habitación, nadie lo conoce, no hubo nadie quien pudiera
relatarlo.
Cuando Frank
regresaba con el té encontró a su madre recostada en la cama, limpia, bañada,
perfumada, maquillada, el pelo nacarado recogido en una sola cola pero lo mas
sorprendente sola, nadie vio a la señora partir.
Puso la taza de
té en los labios de su madre quien lo bebió todo de a pequeños sorbos y luego
vio como la mujer se iba durmiendo para no despertar jamás.
muy bueno de lo mejor q he leido ultimamente como cuento corto
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